Por Guillermo S. Gribaudo
Una casa en medio del bosque, dos pisos, tres habitaciones. Y un magnetófono de segunda mano listo para grabar.
Rosada, la casa.
Los tipos conocidos como The Hawks (Hudson, Manuel, Robertson, Helm y Danko), gente sin flores en el pelo ni casas de barro, no han ido a la escuela y se han curtido cultivando tabaco en los campos cercanos o trabajando en aserraderos. Son la compañía perfecta que necesita Dylan, casado y recluido en Woodstock para alejarse del mundo sin saber que los hippies harán famoso el lugar el año siguiente. Bob quiere salirse definitivamente del papel de Mesías (o de Judas) que llama a la acción desde sus discos (no olvidemos a la agrupación radical The Weathermen, así bautizados por el verso aquel: no hace falta ser un hombre del tiempo para saber de dónde viene el viento…) para volver al placer de hacer música con gente como él, lejos de idolatrías y de grabar lo que los sellos esperan.

Los muchachos que se visten como si hubieran nacido en el mil ochocientos (trajes oscuros, sombreros negros, barbas tupidas) graban infinidad de joyas ahí donde duermen y comen, amontonados por 125 dólares mensuales (Bob escribe las letras en el piso de arriba, baja cuando termina y en un par de horas las canciones están listas) con el magnetófono de segunda mano. Estas gemas irán a parar a las famosas cintas del sótano (The Basement Tapes), el primer disco pirata de venta masiva.
Y un día, ahora ya rebautizados como The Band, buscan nombre para el disco: ¿y, cómo le ponemos? Música desde la Casa Rosada, claro. Y ahí graban ese “I shall be released”, hoy al alcance de un clic, pero que entonces, cuentan las malas lenguas, una noche Hudson va a tocar para dos mesas de leñadores borrachos en el único bar del pueblo, y que lo van a mirar feo pero por esa vez nadie se mata a trompadas con nadie, ni vuelan botellas, porque esos tipos no habrán conocido ninguna ciudad pero sí que distinguen una gran canción.
Y para el sesenta y ocho los bosques empiezan a llenarse de chicos y chicas con flores en el pelo que sueñan con un mundo de LSD gratis y sin instituciones, pero para Bob y La Banda creer eso es una estupidez tan grande como ser trotskista después de los veinte o esperar a los Reyes Magos, así que de a poco se van yendo del pueblo.
Ocho años después el mundo se ha convertido en un lugar más violento (si esto es posible), propenso a músicas radiales de fácil escucha, digamos que la belleza se ha diluido al gusto del Mínimo Común Denominador. The Band decide separarse y para dejar registro llaman a otro dylaniano que responde al apellido Scorsese. Martin filma el Último Vals con preciosismo y elegancia (y de paso sienta precedentes para todas las filmaciones en vivo que le seguirán) y el Aleph, el punto donde podríamos condensar el siglo XX cancionero, se deja ver en una escena: la cara de Neil Young (en sucesivas reediciones la United Artist borrará digitalmente un bulto de cocaína de su fosa nasal) abrazado a Joni Mitchell, el sombrero de Bob, Ringo y el Stone Ron Wood proclamando lo que todos sabemos: que Bob es el Verdadero Amo y la música nos puede liberar.
Mucho tiempo después, otro dylaniano talentoso, hijo a su vez de otro dylaniano talentoso, grabará la para mí más conmovedora de las versiones, pero esa es otra historia.
Seremos liberados.